A partir de “pico” se forma el verbo “picar” y de ahí salen varios derivados: “picante”, “picantera”, “picantería”. Vargas Llosa recordaba las picanterías y chicherías de la Gallinacera. El padre Esteban Puig recogió el nombre de algunas tres décadas atrás, y es que los negocios recibían su nombre por el producto que ofrecían en expendio, y por las manos que lo preparaban: la Chayo, la Trena, la Quintana… El picante de pollo o de res se ha depurado con el tiempo pero hace 150 años era, según las noticias de los viajeros del siglo XIX, una versión peruana de la humilde olla podrida de España o de preparaciones similares del sur de Francia o de Nueva Inglaterra, que aquí se conocía como “puchero”. Thomas Knox señalaba en 1888 que en el embarcadero del Callao siempre había mujeres con pequeños braseros de carbón sirviendo cucharones de picante humeante a los cargadores y vagos del puerto.
La receta incluía, al parecer, carne de res o cabrito, algo de repollo, camotes, chancho salado, embutido, patita de puerco, yucas, plátanos, papas, arvejas y arroz con especias, sal y harto ají; con suficiente cantidad de agua y a sancochar unas cuatro o cinco horas. Fannie Ward dice en 1890 que había variedad de picantes en Lima cada pocas yardas, pero para su gusto el sabor del ají era demasiado fuerte.
Con el paso del tiempo, el galicismo “restaurante” se ha ido imponiendo como designativo de los negocios de restauración, seguramente por lo que parece darles más categoría de vocablo internacional, pero en Piura y en otras provincias lejanas de la capital, como Arequipa o Chachapoyas (también en Bolivia y Chile), seguimos diciendo picanterías a algunos locales de comida criolla (cada vez más conocidos hoy como cebicherías). Del mismo origen se deriva también el nombre de los “piqueos”, que si bien usan también profusamente del ají, son muy distintos del picante que dio nombre al negocio.