Hay dos clases de personas en el mundo, los que cuando pasan por una gasolinera disfrutan del inconfundible olor a combustible que desprenden, y los que no lo soportan. Para los primeros, entre los que me incluyo, hay una razón científica que demuestra que no somos una anomalía de la civilización.

Porque los que sentimos cierta atracción al olor que desprende una gasolinera sabemos que inhalar estos humos no debe ser muy sano. Ese cóctel de hidrocarburos, anticongelante y cientos de otros compuestos químicos es de todo menos refrescante para nuestro organismo. Por tanto, ¿por qué demonios disfrutamos con ello?

La razón experimental

Según la ciencia, una de las razones puede deberse a la nostalgia. Como explican en Discover, la gasolina obtiene su olor distintivo del benceno, a su vez un compuesto que aumenta los niveles de octano y mejora la eficiencia del combustible. El benceno es fácil de detectar con nuestra nariz, incluso cuando está presente en pequeñas cantidades.

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Imagen referencial.

Curiosamente, existe un precedente para encontrar agradable dicho olor. Al parecer, en el siglo XIX el benceno era un ingrediente en los productos para después del afeitado y para la higiene femenina.

Por supuesto, del siglo XIX hasta hoy ha pasado demasiado tiempo como para que muchos estemos ligados al mismo. Y es que los aficionados al benceno actuales probablemente están olfateando porque el olor y la memoria están estrechamente relacionados.

Se trata de lo que algunos denominan como fenómeno Proust, llamado así por Marcel Proust, quien una vez describió el olor de una galleta bañada en té como evocando recuerdos de la infancia. El bulbo olfativo, o los nervios que detectan las moléculas del olor, están estrechamente vinculados con la amígdala del cerebro (que procesa la respuesta emocional) y el hipocampo (que maneja la formación de la memoria). Dicho de otra forma, los aromas nos hacen reaccionar a nivel emocional.

De ahí que la gasolina pueda desencadenar una respuesta agradable. Por ejemplo, porque nos recuerda a los viajes en auto con los padres, o a cortar el césped con una máquina, o a cualquier cosa que implique un recuerdo motorizado de la infancia, de forma que asociamos el olor con un momento más simple.

Por tanto, cuando llenamos el tanque no solo nos estamos recordando en la infancia, el combustible también actúa como ligero anestésico que suspende brevemente la función del sistema nervioso, incluso llegando a provocar un leve estado de euforia.

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