Escribe: Joan Ricardo Chávez Huertas
Aquella noche de marzo de 2012, de una camioneta blanca bajó Mario Vargas Llosa, casi al frente de la puerta de la iglesia María Auxiliadora. Desde lejos miró el estrado, la pantalla gigante, unas trescientas personas; entre lectores, curiosos, periodistas y funcionarios públicos. El Nobel volteó la mirada hacia abajo de la pared: el olor le había bloqueado la atención. Frunció la nariz, y como si nada hubiera percibido, sonrió a los que le abrían el paso, y muchos años después, volvió a entrar a lo que había sido su colegio San Miguel. A su lado, su esposa Patricia, «la prima de naricita respingada y de carácter indomable», también había percibido los olores a orina de aquella calle llamaba Libertad.

Así como la fachada, el primer patio estaba muy bien maquillado. Ahí lo esperaba una multitud de funcionarios del gobierno regional, docentes universitarios, amantes de sus monumentales novelas, y el gobernador regional Javier Atkins. El escritor avanzó entre hombros de terno y peinados laqueados, y llegó hasta a uno de los ambientes que hace unas décadas había sido parte de las oficinas del Instituto Nacional de Cultura de Piura. Se detuvo en la muestra fotográfica de Piura la antigua, la Piura de los cincuenta y tantos, la Piura de Vargas Llosa, la Yoknapatawpha vargallosiana, la Piura de él.
Aquella noche Mario iba de un lado a otro: la gente devota detrás de él, lenta, en procesión. Entraba y salía de cada ambiente de su ex colegio hasta llegar a la puerta de rejas que conectaba al segundo patio totalmente a oscuras. Ahí un señor vigilaba para que nadie pasara. Enseguida, el Nobel pidió entrar.
- Quiero ver allá —dijo, y le informaron que no se podía pasar.
Preguntó si podía solo para ver, mientras intentaba abrirla. Los señores de terno, que iban detrás de él, dieron conformidad para que le abrieran la reja. El segundo ambiente estaba a oscuras, era una boca enorme despertando en medio de la madrugada: bostezaba polvo, telarañas y el aliento insecticida del olvido. Solo los flashes de una Canon alumbraban los ambientes, una carreta cubierta con una mesa y sillas, y luego, el rostro desencajado del gobernador regional.

Cuando estuvo ahí, en medio de polvo, bolsas, retazos de maderas, y basura, Mario Vargas Llosa miró con sorpresa el segundo piso. Sonrió, y mientras señalaba uno de los salones, contaba que ahí había recibido sus clases de teatro. Para cuando Mario cursaba el último año de secundaria, había estrenado su obra «La huida del inca» en el teatro Variedades con motivo de la celebración de la Semana de Piura.

«Me acuerdo que hicimos una velada para conseguir fondos para el viaje de promoción. Sí, sí, aquí quedaba el teatro, qué bonito», dijo sesenta años después. Su sonrisa se desvanecía mientras repasaba con la mirada al segundo piso en ruinas y sin balcón. Javier Atkins mudo, y todavía con el rostro desencajado, continuaba mirando los flashes de la Canon.
- Pensamos hacer aquí un centro cultural que llevará su nombre —dijo una voz ronca entre la oscuridad.
- Hay mucho por hacer —dijo el Nobel a la luz de otro flash.
- Sí, ya estamos viendo todo eso.
- Hay mucho trabajo, eh—repitió.
- Justo vamos a incluirlo en…
- A ver si se ponen manos a la obra —insistió con cierta incomodidad, y avanzó entre las ruinas de su colegio.
De vuelta al ambiente habilitado para la noche, el Nobel rompió el cantarito. Algunos periodistas, que no habían captado la foto, pidieron simular el acto. Luego de dar unas cortas palabras, se acercó al oído de su ayudante, y este le asintió. Luego, le dijo a su esposa Patricia: «Vámonos, vámonos», y juntos se abrieron paso entre la gente.

Días después de su visita, Vargas Llosa escribió en su columna «Piedra de toque» sobre su ex colegio: (…) Este se halla aún en pie, con sus aulas de techos altísimos, sus patios centenarios, su teatrín colonial, y hay esperanzas de que se convierta en un gran centro de cultura”. Un centro cultural que Atkinks a oscuras le había dicho que llevaría su nombre, pero aquel día nunca llegó. “Sueño con poder visitarlo de nuevo, ya rejuvenecido” escribió el Nobel en un correo electrónico, varios años después.
Diez años después, y tres gobernadores regionales más tarde, en octubre de 2022, Javier Atkins publicó un video maqueta anunciando de cómo se vería la Casa de la Cultura. La fachada —como aquella noche de marzo— también estaba maquillada.
