Dr. Víctor Velezmoro Montes
Historiador y profesor de la Universidad de Piura.
Hace 45 años Pablo Macera escribió en 7 días del Perú y del Mundo que “el tamaño y la promesa de una historia cualquiera dependen siempre de nuestro propio tamaño”.
Hemos iniciado la conmemoración del Bicentenario de la Independencia nacional, empero, con cierta inquietud y desconcierto, o indiferencia quizás, debido al conjunto de situaciones, vivencias y emociones que dejó el 2020, año que “pateó el tablero” y que marcó en sentido opuesto el destino de nuestro país, con una secuela de confinamiento, prohibiciones, alertas, acciones y reacciones, medidas drásticas, manifestaciones, desobediencia, levantamiento públicos y muertes, muchas muertes…
De cumplirse la sentencia de Macera, ¿cuál será el tamaño y la promesa de la historia patria que dejaremos? ¿Qué diremos a las futuras generaciones? El historiador José Agustín de la Puente, en un discurso pronunciado en Piura en 1969, destacó un aspecto esencial: la independencia, más allá de los modos en que se consolidó (concedida, conseguida o concebida como reflexionaban hace poco Contreras y Glave) fue, con certeza, una “progresiva convocatoria de voluntades personales, y de pueblos y de ciudades, y de provincias”. Hoy, doscientos años después, vemos que, a pesar de los múltiples reveses y problemas, permanece firme esa misma voluntad de ser peruanos que aspiran a ser una nación más democrática e igualitaria, unida en su gran diversidad, solidaria y pujante.
Quienes llevaron adelante la gesta por la independencia optaron por una constitución republicana. Sin embargo, debieron pasar más de 150 años para que ese ideal se concretara en una democracia plena que reconociera los derechos y deberes de todos los habitantes, los marginados y analfabetos, las mujeres y las poblaciones originarias.
El Perú independiente se fraguó sobre el antiguo territorio virreinal de fronteras inexistentes, las que se modificaron a costa de batallas y concesiones con los países vecinos, hasta lograr su delimitación actual. Un exacerbado nacionalismo mantuvo, durante un siglo, recelos comunes que actualmente han amenguado, ante la realidad de que la paz es sinónimo de progreso y de desarrollo común.
La nación, que estuvo signada por las pervivencias coloniales, levantó por mucho tiempo, tanto en la forma como en el fondo, grandes y profundas desigualdades entre los grupos sociales que la componían. Sin embargo, en los últimos cincuenta años, estos muros se han derruido ante el avance lento pero seguro del cambio social que ha llevado a que numerosa población ejerza con pleno derecho su ciudadanía, su cultura y sus tradiciones.
El Perú que nació en 1821 no ha estado exento de eventos traumáticos. Alzamientos, anarquías, guerras, derrotas, terremotos e inundaciones, dictaduras, terrorismo y corrupción afrentan las páginas de la historia nacional. La sangre de miles de compatriotas, hombres, mujeres y niños ha regado el suelo patrio en estos doscientos años.
Pero, frente a toda esa barbarie, también se han alzado insignes ejemplos de heroísmo y valentía, de fortaleza y unión, de ingenio y creatividad, de esfuerzo y emprendimiento, movidos por la fe en sus creencias y en sus convicciones. Por eso, no olvidamos a Olaya, Castilla, Grau, Palma, Mariátegui, Basadre, Chabuca, Tilsa, Arguedas, Pérez de Cuéllar, Rostworowski, a Sabogal o María Elena Moyano.
El Perú de ahora es muy diferente al que nació en 1821. No cabe duda de ello. Pero los ideales permanecen: “firme y feliz por la unión” fue el mote acuñado en las primeras monedas como también en el mensaje del presidente Paniagua. Y, no es casualidad: la unión se consolida por la progresiva convocatoria de voluntades, personales y colectivas, que se hacen fuertes ante la adversidad, que reclaman pacífica pero decididamente sus derechos, que se mantienen firmes en el lado opuesto a la violencia, que abren los brazos generosos para construir un mañana mejor para sus hijos.
La promesa de la historia patria que dejaremos nos reclama construir un país que valore la diversidad de su cultura y tradiciones, que promueva la iniciativa personal dirigida al bien común, que aprenda a convivir en la diferencia, que eduque en el diálogo y no en la imposición, que enrumbe hacia el camino de la calidad y el orden, y, principalmente, que reconozca en el otro a un ciudadano, a un hermano, no a un enemigo.
Se aplica hoy lo que señalara Basadre para el naciente Perú: por encima de las realidades negras acumuladas se abre, intacto, un amplísimo futuro.