El profesor de lengua y literatura de la Universidad de Piura (UDEP) narró a través de la crónica «Mi primera inundación» los trágicos momentos que vivió la ciudad tras el desborde del río Piura. Además, hizo una reflexión sobre la realidad que atraviesa la sociedad piurana. Este es el texto:
Mi vivencia de la crecida del lunes tiene más de anécdota que de tragedia, por suerte. Salvo tiempo y tranquilidad, no he perdido nada. No se ha inundado mi hogar ni he debido salir de él en piragua. No es noticia sino punto de vista, pero tenía que contarlo. Es una manera de ocupar el tenso ocio hasta que las circunstancias permitan regresar.
Finalmente sucedió: el río se desbordó como nadie podía imaginar, ni tan siquiera quienes habían vivido pasados fenómenos de El Niño, y a los que vivían en el centro de Piura nos tocó pasar de espectadores a protagonistas. Probablemente esperábamos seguir mirando, con más inquietud por nuestros paisanos que por nosotros mismos, cómo se hinchaba el río hasta chocar con el tablero de los puentes, y tal vez anegar el Malecón Eguiguren; seguir con nuestra rutina diaria, accidentada por este mes de lluvias pero rutina al fin y al cabo con la seguridad que eso nos da, y ayudar entretanto en lo posible a quienes peor lo estarían pasando a nuestros alrededores.
Pero esta vez la realidad se salió de la pantalla y nos asignó el papel de damnificados (qué feo haberse acostumbrado a esa palabra). En la calle Libertad, a las 5 de la madrugada, los menos dormidos pudieron lanzar voces de alarma. En silencio de ladrón, sin violencia ninguna (¿alguien se imaginaba una furiosa tromba?), lentas lenguas de agua habían empezado ya a recorrer calles y desagües -ya inútiles- por rutas inesperadas, que solo ellas conocen. Quienes subieron a su azotea, ya no distinguían el limite entre las primeras calles de Castilla y la corriente del Piura.
Algunos entraron pronto en acción: como era temprano, todavía eran más que los mirones. Los escombros de una casa de adobe derrumbada días antes sirvieron de cantera para los pesados sacos de tierra con que se intentaba prevenir la entrada de agua en los hogares. Pero esta no parecía interesada en detenerse. Poco a poco se iba tragando la pista, y luego las veredas de la cuadra.
Tras pocas horas de desconcierto y esperanza, estaba clara la necesidad de evacuar, incluso para quienes vivieran en pisos altos: mejor marcharse con maletas y el agua a la rodilla, que esperar a hacerlo con lo puesto y el agua al cuello. Ya se había cortado, por seguridad, el suministro eléctrico de la calle. El parque del Teatro Municipal cada vez congregaba mayor número de gente, entre quienes salvaban o ayudaban a poner a salvo pertenencias de los vecinos, y también los curiosos filmando con sus celulares. Quién sabe si estos no habrán ayudado a que reinasen el buen animo y la calma, como tanto nos recomiendan las autoridades: si de verdad esta es la mayor inundación del último siglo y pico, cualquier imagen en la que salgamos es para la Historia, y siempre preferiremos que nos recuerden como un pueblo unido y animoso ante la adversidad.
Más que pensar en los corresponsales de las redes sociales, prefiero pensar con gratitud en todos los casos de cooperación que vi entre los vecinos. Las palas para sacar tierra eran pocas, pero se fueron turnando. Quienes llegaron con camionetas para salvar lo que pudieran, se dieron su tiempo y esfuerzo también por los demás. Se distinguía a los policías nacionales al fondo, con sus mallas rojas y amarillas, operando en la calle Lima, de donde los vecinos iban saliendo con el agua hasta el pecho.
Al llegar el mediodía, la subida del agua parecía haber dado una tregua. El río ya se había enseñoreado de toda la ciudad entre la Mangachería y la Plaza de Armas, y seguramente más allá. Alguno de sus tentáculos se empezaba a extender hasta el Óvalo Grau. En algunas calles no se embalsaba, sino que se la veía correr en pequeños torrentes, seguro que hacia el universal destino del océano.
Pese a toda la serenidad que reinaba, era amargo el momento en que se veía a otra familia abandonar su casa. Había demasiado por lo que inquietarse: a dónde ir y de qué modo -el tráfico entre la Panamericana y el centro estaba seriamente restringido-, y qué era lo que se habría de encontrar al regreso. Por más que tengas donde instalarte, una casa no se deja igual que otro tipo de pertenencia: la casa define la identidad más que la patria y que el trabajo; cualquier otra cosa que te quiten de improviso duele menos.
A propósito de improviso, mientras espero que las aguas vuelvan a su cauce me pregunto sobre la previsión de este tipo de desastres. No me refiero tanto a las obras que se tendrían que haber llevado a cabo desde hace más de un año, que de eso se habla ya mucho y más que habrá que hablar. Me refiero a la prevención en lo que atañe a los ciudadanos. La eventualidad de un sismo da lugar a regulares llamados a preparar nuestra mochila de emergencia, y a simbólicos simulacros que consisten en salir a la calle a una hora dada. Sin embargo, la certeza de inundaciones no ha provocado ningún esfuerzo visible por informar ni capacitar a los ciudadanos. Por ejemplo, sobre lo que suponía realmente una crecida del río de las dimensiones que se anunciaban (las cifras dicen poco). Qué zonas eran más o menos inundables. Qué lugares, qué maneras, qué momentos son los más propicios para colocar sacos terreros. Qué precauciones hay que tomar al caminar a tientas por una calle inundada. Qué modos de transportar en semejantes circunstancias determinados utensilios, qué precauciones tomar en casa… Ahí, como en tantas otras cosas, hemos tenido que aprender de la cooperación de los demás, de su experiencia y habilidades. Quien debería, antes que socorrer -otros estaban peor-, haber educado, da la sensación de habernos dejado un poco huérfanos.
Las aguas bajaron de modo visible al día siguiente. Un rastro de viscoso limo y de basura quedan como recuerdo de la invasión del río. Vamos volviendo a nuestras casas, comprobando daños, empezando a adecentar en lo posible. Unos barren, otros retiran desperdicios. Algún otro, que no es vecino sino mirón, demuestra que todo ha vuelto a la normalidad en Piura y arroja sus desperdicios en la vía pública. Todos, sin embargo, parecen amigos unos de otros, porque nada une a los seres humanos como haber pasado el mismo susto.